martes, 8 de septiembre de 2015

Desde el trono

Allí estaba, sentado sobre su trono y con una flecha de punta negra clavada en lo más profundo de su corazón. Sentía como la vida se le derramaba entre sus dedos a cada latido, a cada respiración, a cada parpadeo, y temía que al cerrar una vez más sus ojos su sueño se esfumase y destruyese para siempre. Un sueño por el que había luchado y, ahora, entregado su vida y la de cientos de amigos y compañeros, un sueño que ansiaba con su último aliento que no desapareciese y que perdurase como mudo testigo de su propio sacrificio y el resto de sus hermanos de armas.

Ahora que si vida llegaba a su fin, ahora que estaba solo sobre su trono, ahora que toda la ciudad había sido arrasada y los pocos supervivientes lloraban la pérdida de sus seres queridos, su vida entera era recreada en su mente con gran lentitud. Como si el capricho de los dioses le hubiese permitido vivir una segunda vez, para repetir inexorablemente, todos los triunfos y fracasos que había sufrido en su propia piel durante todos aquellos años.

Recordaba su infancia en la pequeña aldea de la costa del Mar del Fin del Mundo, y como con tan solo doce años se había tenido que enfrentar a los bandidos que habían matado a toda su familia y a los vecinos de la aldea por algunas escasas monedas, un puñado de gallinas y algunas cabezas de ganado. Recordaba con total nitidez como lo habían humillado y las risas que proferían al jugar con su vida, pero finalmente cometieron el peor error posible, le habían permitido seguir con vida, le habían dejado ser el único superviviente de aquella apartada aldea.

Durante años los había perseguido y buscado, dando caza a bestias, malhechores, asesinos y, muy de vez en cuando, a alguno de los pocos que seguían vivos de aquella partida de rufianes. Uno de los episodios que había vivido con más intensidad y que ahora revivía, y le hacía aferrarse con uñas y dientes a la vida, fue aquellos días en los que dio caza al Tahuma de Brether.

Una bestia salida del mismísimo infierno, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, y unos cuernos del tamaño de dos robles. Aquella bestia tenia la fuerza de cien hombres y la rapidez del viento, pero, para su desgracia, la misma inteligencia que un morlaco cualquiera.

Había sido una lucha cruenta y sanguinaria, habían destruido un bosque entero en su camino, derribado acantilados con su fuerza y arrasado la vida de cientos, tal vez miles, de desdichados humanos y animales que por desgracia se habían cruzado en su camino. Hasta que finalmente, y haciendo gala de su reducida inteligencia, el Tahuma quedo atrapado por sus astas al embestir la pared de una montaña.

Él había sentido la tentación de abandonarlo allí a su suerte para que falleciese por el hambre o algo peor aún, pero finalmente se había apiadado de la bestia y lo había ayudado a liberarse pese a saber que aquello podría suponer su propia muerte. De aquello hacia ahora muchísimos años, pero hasta hacia apenas unos minutos la lealtad del morlaco había sido incuestionable. Ahora yacía a escasos metros del trono, ensartado con decenas de espadas y flechas, y todo por intentar salvarlo a él, y ahora su propia vida, sin importar el sacrificio de su amigo, se consumía rápidamente…

La tos regreso y con ella el fuerte dolor de su pecho. Se había dejado desfallecer, pero el capricho de los dioses lo había devuelto una vez más para recordar a los amigos que ahora lo contemplaban desde el encharcado suelo con sus miradas vacías perdidas en el infinito. Amigos que ya no estaban… Pero aun le quedaba uno vivo que se afanaba por limpiar la ciudad de la escoria que se había atrevido a atacar el reino. Si, seguía vivo, lo podía oír volar, lo oía rugir en la distancia, sin duda alguna aquel era su leal compañero Ralok.

Había llegado a Hernestia persiguiendo al penúltimo de los barbaros que habían arrasado con su aldea. Un pequeño hombre sin escrúpulos que mantenía sometido a sus designios a Reyes y Nobles de toda Hernestia. A miles de almas aterradas por el mero hecho de ser capaz de mantener bajo sus embrujos el control del mayor arma que conociese la humanidad, del último alma libre de la naturaleza, por ser capaz de manejar con oscuras artes al último descendiente vivo por cuyas venas corría la propia sangre de la madre tierra, Ralok el ultimo dragón con vida.

Tulín, como se llamaba realmente aquel bastardo, se había cambiado el nombre al de Amuldrac, un nombre con poder para un gusano que había vendido su alma a los demonios para ser capaz de controlar a aquella bestia. Un hombre enfermo que creía cambiar su pasado, su vida y su ser, al cambiar de nombre.

Pero para él no importaban los nombres, solo los hechos marcaban el destino de los hombres y aquel hombre había matado a sus padres, y por aquellos hechos ahora pagaría con su muerte y la de todos aquellos que osasen interponerse.

Los nobles le habían ofrecido poner bajo su mando a sus mejores hombres, habían concertado matrimonios con sus hijas y sus mejores doncellas, le habían regalado cofres repletos de joyas y oro, incluso más de un trono le fue ofrecido como recompensa si lograba librarlos de su tormento. Pero todo aquello lo había reusado, solo la sed venganza y el honor de sus ancestros le hacían luchar contra aquella sabandija.

Había acudido a buscarlo a las montañas negras, junto al rio Ad-Vhil, en el norte de Hernestia. Un lugar árido y escarpado, cuna de Ralok. Piedras como cuchillas que cortaban la carne con una facilidad asombrosa, paredes pulidas imposibles de escalar, una pared de cientos de metros hasta coronar la cima desde la que Amuldrac, Tulín, gobernaba con terror, y con la ayuda del dragón, toda Hernestia.

Durante horas había escalado en solitario por la cara Este de la montaña, dura de escalar y a la vez la más difícil de vigilar desde la cueva en la que moraba la curiosa pareja. Con el caer del sol había logrado alcanzar la entrada al túnel.
Alzo sus ojos y desde la penumbra cavernosa, dos brasas que ardían lo miraban con fijeza. No se había percatado de un leve corte que había recibido en la pierna y por el que brotaba un escaso hilo de color ámbar, pero aquello había sido suficiente como para que el dragón despertase con el olor de la sangre.

La bienvenida fue calurosa y atronadora, Ralok rugía con fiereza y desde la profundidad de su garganta le lanzaba llamas que hacían derretirse las piedras. Tulín espoleo al dragón y este arremetió con todas sus fuerzas. Recordaba que a punto estuvo de caer, incluso el vértigo sentido inundaba de nuevo sus sentidos, pero los dioses la oportunidad de agarrarse a la punta de la cola de la bestia. Durante horas había permanecido colgado hasta que logro alcanzar la grupa sobre la que se mantenía el bastardo, por suerte no se había percatado de nada.

Aun hoy en día se preguntaba cómo era que el animal nunca hubo intentado deshacerse de él y mucho menos de porque oculto aquello al hombre que dominaba su espíritu, la única explicación que podía darse a sí mismo, ya que Ralok jamás hablo con nadie de aquel día, era que por más que Amuldrac dominase el elemento del dragón, la propia esencia permanecía libre.

El brillo de la hoja al sacarla de su funda, el viento soplando con fuerza en su rostro. Cerró los ojos y encomendó su filo a sus deidades una vez más, lanzo con furia su estocada y sintió con placer como esta alcanzaba su objetivo. Abrió de nuevo los ojos justo a tiempo para ver perderse entre las nubes el asombrado rostro del temido Amuldrac. Incluso ahora que lo revivía por segunda vez, creía ver que una sombra engullía a Tulín en su infinita caída.

Tras aquello, tras recobrar Ralok su propio ser, le había jurado lealtad por conseguir salvar su alma inmortal del yugo de tinieblas en las que Tulín la había encerrado hasta la eternidad.

Sintió el cálido y nauseabundo aliento de su fiel amigo directamente en su rostro. Volvió a abrir los ojos, parecía como si Durión no quisiese llevárselo a la otra orilla hasta que terminase de revivir toda su vida. Entre las penumbras que se habían adueñado de su vista, vio las ascuas que ardían en las cuencas oculares de Ralok. Si su fiel amigo había regresado junto a él, no había otra explicación de que el sueño estaba a salvo. Le parecía oír algo, un susurro que parecía provenir desde los confines del mundo, era la voz del dragón, pero débil y lejana.

-Viejo amigo, junto a ti me hallo en estos duros momentos últimos de tu vida mortal para decirte que el reino ha sido salvado.- rugió Rolak.- No puedo permanecer impasible mientras veo como se apaga tu vida. Aun hay tiempo para que te salves tu también, solo tienes que permitir que mi alma te inunde.

-No, no puedo permitir que malgastes tu alma con migo. Seguro que la necesitaras para algo mucho más importante en un futuro. Mi tiempo se ha consumido y los dioses me reclaman, solo espero que esto no termine con mi viaje a la otra orilla… ¿Ralok? ¿Donde estas Ralok?- gritaba atormentado.

La oscuridad del mortecino sueño había acudido de nuevo para cegarlo y envolverlo en sus recuerdos. Unos recuerdos que lo hacían retornar a cuando consiguió el trono de este sueño, cuando hallo al último, al más joven, de los bandidos que asaltaron su aldea.

Los inexplicables designios de la fortuna le habían conducido a sentarse en el trono de un pequeño reino. Aquella ultima lagartija era Rey, aquello le dificultaría su venganza, pero si ni un dragón había logrado interponerse en su venganza, menos aun lo aria un trono.

Se adentro en la ciudad como peregrino y logro acercarse hasta la puerta del castillo. Recordaba con claridad el brillante símbolo que lucían sobre sus plateadas armaduras los soldados de guardia. Le resultaba extraño que un bandido escogiese para su ejército como símbolo un sol amaneciendo sobre un mar en calma y en mitad de este dos palomas volando juntas.

Hablo largo rato con los guardias para pedir audiencia con el Rey y, para su asombro, le permitieron pasar sin preguntar tan siquiera el motivo de su visita ni ponerle resistencia alguna.

Lo condujeron por los pulidos y, aunque escasamente, decorados con exquisito gusto. Por los pasillos abundaban los criados que se afanaban en atender al populacho, decenas de soldados que custodiaban la paz de los numerosos salones abarrotados de gente llana y, sobre todo, el silencio y la paz. Todo aquello lo sorprendía y abrumaba, hubiese esperado cualquier cosa antes que aquello que estaba viendo.
En el trono esperaba ver al joven bandido que años atrás arrasara su pueblo, pero en su lugar se encontró con un hombre marcado por los años, con grandes surcos y cicatrices en el rostro, un hombre de pelo gris y porte duro, pero en cuyos ojos reinaba la bondad y la sabiduría, y pese a sus profundas marcas su rostro era la viva imagen de la dulzura y la generosidad.

Aquel hombre lo miro con su profunda mirada y solo unos segundos bastaron para que por las ventanas de sus ojos asomase la certeza del recuerdo. Se alzo del trono y con voz que denotaba un poder espiritual como jamás antes hubiese experimentado y una calma que se contagiaba, dijo…

-Sé quién eres y que has venido a hacer. Soldados, que nadie se mueva pase lo que pase. Hace años que aguardo este momento, el día en que redimiese todos los pecados que cometí en mi juventud. Solo te pido que sea rápido, ya que no temo al dolor.
Quería hacerlo, la sangre de sus venas ardía y lo empujaba a acabar de una vez por todas, durante años había soñado con el fin de su venganza, pero pese a todo no podía. Sabía en su interior que no debía de hacer aquello por lo que había sobrevivido tantos años.

-No has podido pese al daño que te cause, eres noble y en tu corazón florece la gloria de los dioses. Tu eres aquel con quien soñé. Ahora que te tengo delante se que eres tu quien debe de continuar con el legado que los mismísimos dioses me otorgaron en un sueño. Este trono es tuyo, el sueño es tuyo, tu aras realidad lo que es solamente una idea de los designios de los cielos. Contigo haremos que todas la tierras se unan bajo una misma bandera de paz y sabiduría, respeto y unión, que todos los pueblos se unan bajo un nuevo amanecer de gloria y bendición.- y aquel Rey, que años atrás había sido un bandido, le entrego la corona de su reino y le juro lealtad delante de todos los presentes.

Así es como había terminado con la pesadilla de su venganza y había comenzado un sueño de un nuevo amanecer para él, para el reino, para el mundo entero.
Reunió a sus amigos, Ralok, Tahuma y a tantos otros que había conocido a lo largo de su camino, y junto a todos ellos lucho por un sueño mejor, por una única nación en paz, por un reino sin temores ni hambrientos, por un mundo mejor en el que todos fuesen iguales ante los ojos de los dioses y la justicia.

Durante años había defendido con su propia espada al indefenso, al pobre, al oprimido… Reyes y nobles le habían jurado pleitesía y le habían entregado sus ejércitos y tierras en pos de un sueño, y todo ello lo habían conseguido sin derramar jamás gota de sangre alguna de nadie que no mereciese sufrir dicha pena.
Pero ahora, tras años de gloria y paz, se preparaban para partir. Habían librado su última batalla y, pese a vencer, sentía que había perdido demasiado en ella. Oscuras almas, perros del infierno, comandados por el mismísimo dios oscuro, habían cruzado el mar del fin del mundo, las tierras de todo el continente, hasta llegar a la capital de donde nacía el sueño de los dioses y asestarle un golpe mortal a esta…
Se vio sentado en el trono recordando su vida, con la flecha clavada en el corazón que marcaba los segundos de vida que le quedaban aun. Una densa niebla comenzó a envolverlo todo y pese a la flecha, las heridas y el caos, se sentía en paz. El dolor había cesado, el sufrimiento, la fatiga… La barca de Durión acababa de llegar para buscarlo. Salto a la cubierta del bote y se acomodo para su último viaje.
Mientras la barca surcaba las aguas oscuras de la muerte, el comenzó a sonreír lleno de paz y se repetía una y otra vez a si mismo lleno de satisfacción y orgullo…
“¿Asestar un golpe mortal al sueño? Pobres diablos, no saben que el sueño sobrevivirá mucho mas allá de mi propia muerte, mientras perdure la semilla perdurara el sueño. Mi semilla, mi querido hijo.”

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