No me escuchaba, lo sé. Es tan dura la perdida, la separación definitiva, que incluso a sabiendas de que hablas a la nada sirve para el desahogo. Y yo lo necesitaba, tenía que llorar lo sola que me sentía, tenía que expresar todo lo que añoraba su presencia. Y en realidad, la esperanza me hacía creer que mis palabras llegarían a su corazón; así lo creía y así lo sentía. Mi alma no era libre, estaba unida a ella, era inevitable: los lazos entre madre e hija son inalterables. Separarme de mi pequeña, a pesar de su avanzada edad, era sin duda lo más duro que me había sucedido nunca. Mi alma no era libre, y sin ella nunca lo sería.
Cuantos abrazos soñados en la eternidad, ya nunca volvería a tocar la suavidad de su piel. La muerte es desolación, es vacío. Aunque al menos tenía el consuelo de verla allí sentada cada día, sobre mi lápida, hablándome. Al menos, yo escucha su voz, veía su rostro. Yo la acompañaba en su pesar, y ella en el mío. A veces, me parecía que me percibía en su corazón. No sé si era real o que nuestra esperanza nos unía más allá de la vida terrenal.
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