martes, 6 de junio de 2017

Colaboración: Última Llamada. Una Historia de Amor (Capítulo III)



Ángela había nacido en Madrid, en un chalecito al final de la calle Jorge Juan, en la Colonia Iturbe. Había jugado al cornito y al escondite, bajo la mirada impertérrita de los pavos reales del Parque de la Fuente del Berro y aprendido a leer en el Colegio de la Sagrada Familia que estaba allí muy cerca.

En aquel mismo parque conoció el amor por primera vez: un muchacho taciturno y extraño que la enamoró y, sin saber muy bien por qué, luego desapareció por un tiempo, hasta que, más tarde, empezó a enviarle cartas calenturientas desde diversos países de América Latina, la última desde Cuba, donde desapareció, esta vez sí, para siempre.

A Ángela se le quedó entonces ese aire entre soñador y ausente que encandiló tanto a Julio cuando la vio por primera vez. Fue en aquel mismo parque, donde Julio quedó deslumbrado y se cayó de su caballo ante ella, como Pablo de Tarso ante Dios. Y, desde entonces, ya no la abandonó ni a sol ni a sombra, hasta que se hizo con ella.

Iban, de novios, al cine Universal de la Plaza Manuel Becerra, que tenía unas filas traseras penumbrosas como pocas, donde él le desabrochaba la blusa, mientras ella suspiraba entre los brazos de Gary Cooper. Alguna vez fueron también a los bailes de parejas de la calle Leganitos, pero allí a Ángela le entraba la desazón y la zozobra, entre tanta oscuridad, sin pantalla alguna donde ilusionarse. Su imaginación se iba entonces a los sofás, probablemente llenos de manchas de las cochinadas que allí se hacían y, entonces, se ponía distante y ella y Julio acababan por salir a tomar una cerveza por los bares de la Plaza de Santo Domingo.

Mucho más le gustaba a Ángela, cuando Julio por fin se compró coche, irse los dos juntitos en el Simca a la Casa de Campo. Sobre todo en invierno. Aparcaban al lado de la calzada, cerca del lago, porque Ángela era muy miedosa y rehuía entrar en las espesuras del parque. Y allí, cuando los cristales se poblaban de vaho, se amaban en aquel mundo interior y cerrado, donde los rayos de la luna sacaban brillos e incandescencias de las ventanillas, que eran como una pantalla de cine más, llena de nubes y de rocío.

Cuando Julio acabó la carrera y se puso a trabajar de contable en Seguros El Ocaso y ella ya llevaba un par de años de funcionaria en Correos, se casaron en la Iglesia de Covadonga, justo enfrente del cine Universal, que había acogido sus primeros besos custodiados por el rugido del león de la Metro.

Y se fueron a vivir allí mismo, en un piso bullicioso y luminoso de Marqués de Zafra, encima de El Brillante (calamares, berberechos, sepia, mejilloneeees, pasen al fondo, señoreeees).

Sus dos hijos nacieron allí cerca, en la maternidad de O´Donell y fueron al mismo colegio que ella fue. Todos los sábados comían en casa de los padres de Ángela y un domingo de cada dos, en casa de los padres de Julio, porque vivían más lejos, allá por Embajadores.

Fueron progresando como aquella ciudad de Madrid, que remozaba sus fachadas y poblaba sus calles de modernos y relucientes automóviles y ajardinaba cualquier rincón, cualquier plazuela, como una ilusionada ama de casa coloca floridos jarrones en todos los rincones del hogar.

Se compraron un chalé en la sierra de Guadarrama y empezaron a viajar inclusive por el extranjero. Su gran hazaña fue cruzar el charco y visitar México y Cuba, donde ella se entristeció sobremanera, sin que Julio, que nunca fue un águila, supiera al principio por qué.

Pero, a la vuelta de aquel viaje, comenzaron los problemas para el corazón de Ángela. Empezó a sufrir algunas taquicardias y palpitaciones por las noches y el médico le recetó unos meses de baja y vida sana, nada de sal y caminar todos los días.

Por aquella época sus dos hijos se hicieron mayores de repente, porque siempre hay un día en que los hijos se hacen mayores, uno no lo nota, es decir, no lo ha notado antes, o no ha querido notarlo, pero hay un momento, un amanecer, en que te das cuenta de que ya vuelan solos, de que ya no cuentan contigo, de que tú ya no eres la persona imprescindible en sus vidas.

Se casaron ambos en un tris y Ángela sufrió como nadie el síndrome del nido vacío. Julio se la encontraba todas las tardes en la cama cuando llegaba de trabajar de El Ocaso. O llorando quedamente mirando por la ventana cómo se movían las hojas de los árboles.

Acabaron buscando un psicólogo y allí iban ambos andando, dos tardes en semana, hasta la calle Duque de Sesto, a abrirle su corazón de par en par y mostrarle su vida en canal a aquel desconocido, que tomaba notas y nunca decía nada.

Luego se acercaban a dar una vuelta por el Retiro, que estaba allí al lado, como dos novietes cogidos del brazo, y entonces Julio la invitaba a un granizado de limón o a una horchata en una terraza junto al lago y observaban cómo se besaban los novios de verdad, paseando o tumbados en la hierba del parque. Y algo hermoso e íntimo crecía dentro de ellos mientras se cogían de la mano que, luego, sin saber cómo, se iba tornando lentamente en brumoso y triste, y las hojas de los castaños y de los sauces rodaban por el suelo con el viento, como rodaban, ay, los recuerdos comunes y la vida. O lo que iba quedando de ella. Entonces Julio se echaba mano a la cartera y le decía: “Vámonos ya Ángela, que empieza a hacer frío”.

Y volvían entonces a casa cogidos del brazo, pero ya sin hablar, y sin fijarse en los novios de verdad, ni en nada. Cruzando el anochecer rosado de Madrid, que se iba haciendo más y más denso, y más oscuro, a medida que se acercaban a su casa.

Nada más llegar se tomaban un vaso de leche con galletas, veían un poco la tele y, luego, se metían en la cama, que Julio madrugaba para ir a trabajar. Y allí, entre las sábanas, cogidos de la mano, les embargaba la noche, que ahora era ya total y completa. Y Ángela, entonces, le decía, con más vivacidad y alegría que la que había mostrado durante todo el día: “Que tengas felices sueños, mi amor”. Y ella se daba la vuelta y se sumergía, gozosa al fin, en los suyos, como un niño en una piscina, tirándose desde el tobogán.

Así habían pasado los últimos diez años. Ángela había dejado de ir al psicólogo, como un día dejaron de bailar o de trabajar, cuando les llegó la jubilación.

Y así había sido también, más o menos, su última noche. Como tantas otras. Un reposar juntos, mientras el sueño los iba venciendo y las manos, también juntas, enlazaban el cariño que había ido creciendo, acumulándose con los años y también con las resignaciones. Hasta que ella se soltaba y se entregaba a sus sueños. Y Julio se dormía en paz, abnegadamente feliz de haber dedicado toda su vida a aquella mujer que, ahora, viajaría, soñaría sin fin, por todos los continentes.

Y Julio se veía a sí mismo en sueños, y veía también a Ángela, como si fueran ambos las dos mesillas que adornaban aquella cama que compartían desde que se casaron y empezaron a vivir juntos. Y sonreía dormido, sintiéndose parte de aquel conjunto de muebles que un frío día de invierno eligieron en El Corte Inglés para toda su vida.


Colaboración de: Francisco Rodríguez Tejedor.

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