Ángela había nacido en Madrid, en un chalecito al final de
la calle Jorge Juan, en la Colonia Iturbe. Había jugado al cornito y al
escondite, bajo la mirada impertérrita de los pavos reales del Parque de la
Fuente del Berro y aprendido a leer en el Colegio de la Sagrada Familia que
estaba allí muy cerca.
En aquel mismo parque conoció el amor por primera vez: un
muchacho taciturno y extraño que la enamoró y, sin saber muy bien por qué,
luego desapareció por un tiempo, hasta que, más tarde, empezó a enviarle cartas
calenturientas desde diversos países de América Latina, la última desde Cuba,
donde desapareció, esta vez sí, para siempre.
A Ángela se le quedó entonces ese aire entre soñador y
ausente que encandiló tanto a Julio cuando la vio por primera vez. Fue en aquel
mismo parque, donde Julio quedó deslumbrado y se cayó de su caballo ante ella,
como Pablo de Tarso ante Dios. Y, desde entonces, ya no la abandonó ni a sol ni
a sombra, hasta que se hizo con ella.
Iban, de novios, al cine Universal de la Plaza Manuel
Becerra, que tenía unas filas traseras penumbrosas como pocas, donde él le
desabrochaba la blusa, mientras ella suspiraba entre los brazos de Gary Cooper.
Alguna vez fueron también a los bailes de parejas de la calle Leganitos, pero
allí a Ángela le entraba la desazón y la zozobra, entre tanta oscuridad, sin
pantalla alguna donde ilusionarse. Su imaginación se iba entonces a los sofás,
probablemente llenos de manchas de las cochinadas que allí se hacían y,
entonces, se ponía distante y ella y Julio acababan por salir a tomar una
cerveza por los bares de la Plaza de Santo Domingo.
Mucho más le gustaba a Ángela, cuando Julio por fin se
compró coche, irse los dos juntitos en el Simca a la Casa de Campo. Sobre todo
en invierno. Aparcaban al lado de la calzada, cerca del lago, porque Ángela era
muy miedosa y rehuía entrar en las espesuras del parque. Y allí, cuando los
cristales se poblaban de vaho, se amaban en aquel mundo interior y cerrado,
donde los rayos de la luna sacaban brillos e incandescencias de las
ventanillas, que eran como una pantalla de cine más, llena de nubes y de rocío.
Cuando Julio acabó la carrera y se puso a trabajar de
contable en Seguros El Ocaso y ella ya llevaba un par de años de funcionaria en
Correos, se casaron en la Iglesia de Covadonga, justo enfrente del cine
Universal, que había acogido sus primeros besos custodiados por el rugido del
león de la Metro.
Y se fueron a vivir allí mismo, en un piso bullicioso y
luminoso de Marqués de Zafra, encima de El Brillante (calamares, berberechos,
sepia, mejilloneeees, pasen al fondo, señoreeees).
Sus dos hijos nacieron allí cerca, en la maternidad de
O´Donell y fueron al mismo colegio que ella fue. Todos los sábados comían en
casa de los padres de Ángela y un domingo de cada dos, en casa de los padres de
Julio, porque vivían más lejos, allá por Embajadores.
Fueron progresando como aquella ciudad de Madrid, que
remozaba sus fachadas y poblaba sus calles de modernos y relucientes
automóviles y ajardinaba cualquier rincón, cualquier plazuela, como una
ilusionada ama de casa coloca floridos jarrones en todos los rincones del
hogar.
Se compraron un chalé en la sierra de Guadarrama y empezaron
a viajar inclusive por el extranjero. Su gran hazaña fue cruzar el charco y
visitar México y Cuba, donde ella se entristeció sobremanera, sin que Julio,
que nunca fue un águila, supiera al principio por qué.
Pero, a la vuelta de aquel viaje, comenzaron los problemas
para el corazón de Ángela. Empezó a sufrir algunas taquicardias y palpitaciones
por las noches y el médico le recetó unos meses de baja y vida sana, nada de
sal y caminar todos los días.
Por aquella época sus dos hijos se hicieron mayores de
repente, porque siempre hay un día en que los hijos se hacen mayores, uno no lo
nota, es decir, no lo ha notado antes, o no ha querido notarlo, pero hay un
momento, un amanecer, en que te das cuenta de que ya vuelan solos, de que ya no
cuentan contigo, de que tú ya no eres la persona imprescindible en sus vidas.
Se casaron ambos en un tris y Ángela sufrió como nadie el
síndrome del nido vacío. Julio se la encontraba todas las tardes en la cama
cuando llegaba de trabajar de El Ocaso. O llorando quedamente mirando por la
ventana cómo se movían las hojas de los árboles.
Acabaron buscando un psicólogo y allí iban ambos andando,
dos tardes en semana, hasta la calle Duque de Sesto, a abrirle su corazón de
par en par y mostrarle su vida en canal a aquel desconocido, que tomaba notas y
nunca decía nada.
Luego se acercaban a dar una vuelta por el Retiro, que
estaba allí al lado, como dos novietes cogidos del brazo, y entonces Julio la
invitaba a un granizado de limón o a una horchata en una terraza junto al lago
y observaban cómo se besaban los novios de verdad, paseando o tumbados en la
hierba del parque. Y algo hermoso e íntimo crecía dentro de ellos mientras se
cogían de la mano que, luego, sin saber cómo, se iba tornando lentamente en
brumoso y triste, y las hojas de los castaños y de los sauces rodaban por el
suelo con el viento, como rodaban, ay, los recuerdos comunes y la vida. O lo
que iba quedando de ella. Entonces Julio se echaba mano a la cartera y le
decía: “Vámonos ya Ángela, que empieza a hacer frío”.
Y volvían entonces a casa cogidos del brazo, pero ya sin
hablar, y sin fijarse en los novios de verdad, ni en nada. Cruzando el
anochecer rosado de Madrid, que se iba haciendo más y más denso, y más oscuro,
a medida que se acercaban a su casa.
Nada más llegar se tomaban un vaso de leche con galletas,
veían un poco la tele y, luego, se metían en la cama, que Julio madrugaba para
ir a trabajar. Y allí, entre las sábanas, cogidos de la mano, les embargaba la
noche, que ahora era ya total y completa. Y Ángela, entonces, le decía, con más
vivacidad y alegría que la que había mostrado durante todo el día: “Que tengas
felices sueños, mi amor”. Y ella se daba la vuelta y se sumergía, gozosa al fin,
en los suyos, como un niño en una piscina, tirándose desde el tobogán.
Así habían pasado los últimos diez años. Ángela había dejado
de ir al psicólogo, como un día dejaron de bailar o de trabajar, cuando les
llegó la jubilación.
Y así había sido también, más o menos, su última noche. Como
tantas otras. Un reposar juntos, mientras el sueño los iba venciendo y las
manos, también juntas, enlazaban el cariño que había ido creciendo,
acumulándose con los años y también con las resignaciones. Hasta que ella se
soltaba y se entregaba a sus sueños. Y Julio se dormía en paz, abnegadamente
feliz de haber dedicado toda su vida a aquella mujer que, ahora, viajaría,
soñaría sin fin, por todos los continentes.
Y Julio se veía a sí mismo en sueños, y veía también a Ángela,
como si fueran ambos las dos mesillas que adornaban aquella cama que compartían
desde que se casaron y empezaron a vivir juntos. Y sonreía dormido, sintiéndose
parte de aquel conjunto de muebles que un frío día de invierno eligieron en El
Corte Inglés para toda su vida.
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