VI
Ahora me acerco, temblando, y cojo el teléfono, que se
desliza, suave, entre el abrazo de tus dedos, ya ausentes, ajenos y, sobre
todo, dormidos. Y, luego, me lo llevo al oído. Escucho, entonces, el
intermitente pitido que es como una llamada insistente y eterna que nadie
responde.
Por un momento pienso que, tal vez, no llegaste a marcar,
que las fuerzas te abandonaron súbitamente. Y te venciste sobre la almohada,
con el teléfono en la mano. Y fue solo un intento baldío, silencioso e inútil,
mientras yo dormía, ajeno a todo, a tu lado.
Pero, ¡cuánto me hubiera gustado estrecharte entre mis
brazos en el último suspiro! Darte mi calor y mi cariño cuando se abría para ti
la cortina del más allá. Y aliviar la inquietud que te quedó en las pupilas.
Pero ya nada tiene, ni tendrá jamás, remedio.
Así que me tumbo a tu lado, cojo el teléfono y me dispongo a
llamar yo al Samur. Aunque ahora no sea una llamada propiamente auxiliadora ni
tampoco tenga ya, realmente, urgencia alguna.
Entonces es cuando lo he visto. Escrito en la pantalla,
quiero decir: “Últimas llamadas. Samur. Duración 57 segundos. Comienzo: 7,45
h”.
Un latido vertiginoso, lleno de estruendo, me ha subido
desde el pecho, velocísimo, hasta las sienes. ¡Oh, Ángela, pudiste hacerlo! Con
las últimas fuerzas que te quedaban. Que te duraron 57 segundos. Casi un minuto
de estertor, de agonía, diciéndole al mundo que ya no podías más, que te ibas.
A ese sitio desconocido que es el destino de todos nosotros.
Y, luego, te derrumbaste en la almohada, quedando de lado
hacia la ventana, mirando los primeros albores del día. O, quizá, ¡ojalá!,
mirando hacía mí, que dormía tranquilo y ajeno a todo, como si yo fuera el
último destino donde tú dirigías tu mirada en busca de la última esperanza.
Pero tu mano, exhausta, no llegaba a alcanzar mi hombro, que
era como una isla lejana, al otro lado de un océano de cansancio y de misterio,
doblando la esquina de la noche.
Colaboración de: Francisco Rodríguez Tejedor.
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