lunes, 4 de septiembre de 2017

Colaboración: Las garras



Mi abuela siempre había sido una persona tan enigmática como mentirosa. Quizás sea por eso que la mayoría de las personas a su alrededor ignoraban sus palabras cuando se ponía hablar, sin embargo mi caso era diferente y desde niño le dedicaba toda mi atención a sus historias, principalmente aquellas que estaban vinculadas a un hecho extraño y sobrenatural. Ella, oriunda de Formosa, había sido testigo privilegiada de cualquier cantidad de criaturas vivientes de la que se haya oído nombrar, sin importar razas ni tamaños, desde hombres lobos hasta extraterrestres. Había un tema en particular que despertaba mi interés, al principio por diversión y miedo, pero cuando fui creciendo me sedujo a tal punto de obsesionarme. Eran las brujas.

Al pasar los quince años ya no creía ciegamente en sus aparatosos relatos, siendo la hechicería y sus practicantes los únicos que aún me generaban emoción. Según me contaba, en diversas ocasiones se había enfrentado mano a mano con varios de estos pintorescos personajes con pieles arrugadas y verrugas en la nariz, habiendo escapado de la mayoría de los encuentros, salvo uno en el cuál logró asestar un golpe mortal a la anciana criatura con una cuchillo que le había dado por su padre por protección. Sin dudarlo había quemado el cadáver, guardando para sí lo único que las llamas no habían podido consumir: los pies de la bruja. Pero no era un par de pies comunes y corrientes, con dedos y uñas como cualquier otro. No, habían perdido la forma humana desde la muerte de la hechicera. Ahora se encontraban en una pequeña caja de madera ocultos a la vista de la gente porque, según mi abuela, poseían una maldad que podía ser liberada si caía en las manos equivocadas, además de que son portadoras de una enorme desgracia para aquella persona que se atreva a ponerle las manos encima.

—Las brujas sólo buscan el alma de los incautos—me decía.

El trabajo de papá consumía cada vez más y más las horas de su día, por lo que cuidar a la abuela se había convertido en una tarea casi imposible para él. En lugar de buscar una solución, esforzarse y seguir junto a ella, decidió desligarse de la responsabilidad enviándola a un geriátrico. Allí iríamos a visitarla una o dos veces al mes según sus palabras, las cuales no creí en absoluto. La casa donde ella vivía quedaría abandonada por un tiempo hasta que él y su hermano pudiesen terminar de tramitar todos los papeles para poder venderla. Contaban con el consentimiento de la dueña, que parecía no tener ningún problema con respecto a eso, tal como dijo el tío Oscar. Aprovecharía entonces esas semanas para escabullirme dentro de la propiedad y así poder buscar con tranquilidad las famosas garras de las que tantas veces me habló la abuela.

No fue difícil trepar y saltar la oxidada reja de la entrada, cuya pintura había abandonado su lugar hacía mucho tiempo. Tampoco me resultó complicado recorrer el jardín buscando la copia de la llave que ella siempre tenía escondida, oculta incluso de sus propios familiares, quienes la descuidaron a tal punto que no podía ya confiar ellos. La encontré debajo de una maceta habitada por una hermosa hortensia que, comparándola con las demás plantas, evidenciaba ser la favorita de la dueña de casa por el cuidado y dedicación que presentaba. Una vez adentro comencé a recorrer cada uno de los cuartos, revisando cajones y el interior de todos los muebles. Si bien buscaba una pequeña caja de madera, también hurgaba dentro de cada frasco y bolsa que encontrara. Finalmente en la que había sido su habitación, en el segundo cajón del ropero, encontré una caja. Y era pequeña. Sin rendijas ni bisagras, no encontraba manera de abrirla. Parecía hecha de un sólo trozo de madera sin uniones, cerrado herméticamente. Sin otra opción, elegí usar la brutalidad para hacerme con el contenido del estuche, por lo que fui a la parte de atrás y tomé un pesado martillo con el que destruí el contenedor al primer golpe. Con miedo a haber arruinado el objeto que esperaba dentro, me agaché al piso y corrí los trozos de la caja con desesperación, buscando. Y ahí las encontré. Se trataba de un par de garras negras, de cinco dedos con unas largas y horripilantes uñas que se encorvaban ligeramente. Lejos estaban de algo que haya visto alguna vez, y sin embargo mantenían cierta similitud con las patas de un cuervo, aunque mucho más perturbadoras. Su textura era muy áspera y se encontraban completamente frías, casi congeladas. Las levanté y las puse a la altura de mis ojos. Un viento fuerte sopló de golpe mientras un escalofrío recorrió mi espalda de principio a fin, haciéndome temblar. Recordé la advertencia de mi abuela acerca de la maldad y la desgracia que estaban atadas a semejante objeto. Comprendí entonces mi error y en un intento de solucionarlo corrí hasta la cocina y encendí una de las hornallas. Estaba decidido a acabar con las garras y su aura de oscuridad que poco a poco iban me iban intimidando, generando en mi corazón el deseo de abandonar el lugar y dejarlas allí tiradas. Las tiré sobre el fuego y esperé atentamente esperando observar cómo se consumían, pero en lugar de eso el fuego se volvió de color verde esmeralda y una gran llamarada emergió llegando casi hasta el techo de la habitación, haciéndome retroceder. Sin pensármelo dos veces salí corriendo de allí, abandonando todo con la esperanza de que las garras se consumieran, sin importarme en absoluto si la casa se incendiaba también. No pude salir de la cocina, ya que apenas me acerqué a la puerta la misma se cerró frente a mi golpeando mi cara y haciéndome caer al piso sentado. Al levantarme me clavé en la palma de la mano izquierda un pequeño trozo de madera que me hizo sangrar al instante. Una vez de pie me estremecí al escuchar la malvada risa de una mujer que retumbaba en todo el lugar, tan fuerte que mis oídos dolían y era difícil soportarlo.

Al dirigir mi vista a las garras noté que seguían sobre la cocina pero el fuego se había apagado. Corrí hacia el cajón del mueble junto a la heladera y saqué un afilado cuchillo, con el cual pretendía destruirlas. A paso firme avancé hacia ellas, haciendo caso omiso del corte en mi mano, del dolor en mis oídos, de la risa que azotaba el aire, del frío repentino que helaba los huesos. Sin importarme nada seguí hasta alcanzarlas. Sosteniendo fuertemente el cuchillo en mi mano derecha, tomé las garras con la izquierda, bañándolas con mi sangre. Y entonces un espeso humo surgió de ellas, inundando todo el lugar. Las horrorosas patas se volvieron muy calientes, quemaron mis manos y las tuve que soltar. Fue en ese momento en que escuché un crujido delante mío. La risa bajó su intensidad, ahora la escuchaba justo frente a mi. Retrocedí lentamente, cegado aún por el humo que empezaba a disiparse.

—Gracias por traerme de vuelta niño—dijo una sombría voz de mujer.

Mi espalda tocó la pared y comprendí que no podía retroceder más que eso. Pasaron unos segundos hasta que al fin pude percibir la silueta de la persona que había hablado. Poco a poco su figura se volvió más nítida, revelándose como una anciana encorvada. Vestida totalmente de negro, su pelo sucio y gris combinaba con el pútrido olor que desprendía su piel, que a mis ojos tenía un ligero resplandor verde. Creyendo que era el fin cerré los ojos con fuerza mientras las lágrimas se escapaban sin que hiciera nada por contenerlas. Sentí una caricia en mi mejilla, la mano que me había tocado era fría como el hielo. Escuché un estruendo que hizo temblar las paredes y al abrir los ojos la horrenda mujer había desaparecido.

Volví a casa corriendo, completamente consternado y asustado. El miedo me acompañó a cada segundo durante varios días pero al ver que nada malo sucedía, poco a poco lo fui superando. La herida de la mano me dejó una pequeña cicatriz, siendo ésta el único recuerdo que me quedó del suceso en la casa de la abuela. Bueno, la cicatriz y las visitas de una hermosa pero extraña lechuza, que se para en la ventana de mi cuarto casi todas las noches y se queda ahí, observándome en la oscuridad hasta que me quedo dormido. Esas noches, en los sueños, vuelvo a ver a la anciana de aquél día llamándome para que vaya con ella, ofreciéndome una copa con una bebida roja y agradable aroma, pidiéndome que la beba para partir junto a ella en un eterno sueño.



Colaboración de Jesús Nieto Urbina

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