Paseaba por las calles de la ciudad, sola y sin un
destino aparente. Necesitaba pensar, despejarme e intentar comprender muchos de
los enigmas que mi mente escondía. Miraba a la gente a mi alrededor: Parejas
felices, amigos divirtiéndose, familias reunidas… No pude evitar parar la vista
en una niña pequeña que jugaba en un parque. Estaba con sus padres, los cuales
jugaban con ella. Le hacían cosquillas, corrían y se reían. Suspiré ante aquella
escena tan desconocida para mí, yo nunca había tenido eso. Mis padres se
separaron cuando yo tenía dos años y me fui a vivir con mis abuelos y con mi
madre, pero a ella a penas la veía por su trabajo. Después ella conoció a otro
hombre y comenzó una relación con él. Se fueron a vivir juntos, pero yo me
quedé con mis abuelos. Tuvieron a mi hermana pequeña, Carolina, cuando yo tenía
seis años, me hizo ilusión tener una hermana, pero que yo viviera en una casa y
ella en otra no cambiaba mucho la sensación de ser hija única.
Nunca he sabido lo que es ir a comer o cenar en familia,
ver una película o salir a jugar al parque. No recuerdo una infancia del todo feliz.
Seguí mi camino poniendo mis pensamientos en orden y
fijándome en la gente tan dispar que paseaban por delante de mí.
Lo único que me había ido bien en ese momento era el
colegio. Tenía amigos y sacaba buenas notas, de hecho, eran las mejores notas
de la clase, pero eso también se esfumó con el tiempo. Un día en el descanso, mientras
cursaba cuarto de primaria, cuando estaba sentada con varios de mis amigos, a
lo lejos pude percatarme de que una de las niñas de clase con la que no me
llevaba nada bien me estaba mirando. Se acercó a mí junto a sus dos amigas de
la misma calaña y delante de todo el mundo me humilló.
— ¡Pero qué camiseta más fea llevas! —Las tres se empezaron a reír.
— A mí me gusta. —Le respondí.
— Pues vaya gusto tienes. Seguro que tu madre no tiene
dinero para comprarte algo mejor, como trabaja en un bar y por eso te ha
abandonado con tus abuelos…
— ¡Cállate!
— ¿Acaso es mentira?
No contesté, simplemente agaché la cabeza. Sabía que no
era mentira del todo, al fin y al cabo mi hermana si vivía con ellos, yo no.
Ninguno de mis amigos tuvo el valor de defenderme, así
que me vi acorralada y sola.
Yo era una chica bastante normal, o al menos en ese
momento aún lo era. Pasaba desapercibida y no se me daba muy bien hacer amigos.
Siempre he sido muy introvertida y, la verdad, bastante desconfiada. Nunca me
metía en líos ni había hablado con esta chica, pero, a pesar de que creía ser
invisible, estaba claro que para ella no lo era.
Al día siguiente hizo lo mismo, y al otro, y al otro, con
la única diferencia de que cada día eran más, y yo cada día estaba más sola.
Un día, cuando acabábamos de terminar un examen que la
mayoría suspendió o aprobó con un suficiente, me acorralaron en el patio.
— ¿Cómo has podido sacar un diez? —Empezó la misma de
siempre.
— Sí, seguro que le haces la pelota a la profesora. —Prosiguió
otro.
Formaron un círculo a mi alrededor y me empujaban de una
lado a otro.
— No vales para nada.
— ¡Fea!
— Mira lo horrible que eres.
— No te quieren ni tus padres.
— Desgraciada.
Sus voces se arremolinaron en mi cabeza, pisándose unas a
otras. Seguía dando tumbos intentando salir de aquel círculo imposible, pero
algún nuevo empujón me lo impedía haciéndome retroceder. Me costaba aguantar el
llanto y tenía miedo. Solo tenía nueve años y el peso del sufrimiento me estaba
ahogando. Me tiraron al suelo en mitad del círculo e intenté levantarme, pero
con el aturdimiento no lo conseguí. Un coro de carcajadas se levantó a mi
alrededor.
— ¡Miradla! No puede levantarse porque está gorda.
Sus risas retumbaron aún más fuertes. El círculo se disipó
cuando vieron que la profesora se acercaba a lo lejos. Yo me quedé allí,
exhausta, recordando una y otra vez esa última flecha envenenada:
Gorda. Gorda. Gorda.
Se repetía en mi cabeza como el estribillo de una canción
pegadiza.
Al llegar a casa me miré al espejo. Nunca me había
gustado físicamente y ya con nueve años estaba llena de complejos, pero aquello
me terminó de hundir. Y con esa simple palabra fue como mi vida cambió para
siempre.
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