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miércoles, 24 de enero de 2018

Introducción: Princesa de porcelana.





Paseaba por las calles de la ciudad, sola y sin un destino aparente. Necesitaba pensar, despejarme e intentar comprender muchos de los enigmas que mi mente escondía. Miraba a la gente a mi alrededor: Parejas felices, amigos divirtiéndose, familias reunidas… No pude evitar parar la vista en una niña pequeña que jugaba en un parque. Estaba con sus padres, los cuales jugaban con ella. Le hacían cosquillas, corrían y se reían. Suspiré ante aquella escena tan desconocida para mí, yo nunca había tenido eso. Mis padres se separaron cuando yo tenía dos años y me fui a vivir con mis abuelos y con mi madre, pero a ella a penas la veía por su trabajo. Después ella conoció a otro hombre y comenzó una relación con él. Se fueron a vivir juntos, pero yo me quedé con mis abuelos. Tuvieron a mi hermana pequeña, Carolina, cuando yo tenía seis años, me hizo ilusión tener una hermana, pero que yo viviera en una casa y ella en otra no cambiaba mucho la sensación de ser hija única.
Nunca he sabido lo que es ir a comer o cenar en familia, ver una película o salir a jugar al parque. No recuerdo una infancia del todo feliz.
Seguí mi camino poniendo mis pensamientos en orden y fijándome en la gente tan dispar que paseaban por delante de mí.
Lo único que me había ido bien en ese momento era el colegio. Tenía amigos y sacaba buenas notas, de hecho, eran las mejores notas de la clase, pero eso también se esfumó con el tiempo. Un día en el descanso, mientras cursaba cuarto de primaria, cuando estaba sentada con varios de mis amigos, a lo lejos pude percatarme de que una de las niñas de clase con la que no me llevaba nada bien me estaba mirando. Se acercó a mí junto a sus dos amigas de la misma calaña y delante de todo el mundo me humilló.
— ¡Pero qué camiseta más fea llevas!  —Las tres se empezaron a reír.
— A mí me gusta. —Le respondí.
— Pues vaya gusto tienes. Seguro que tu madre no tiene dinero para comprarte algo mejor, como trabaja en un bar y por eso te ha abandonado con tus abuelos…
— ¡Cállate!
— ¿Acaso es mentira?
No contesté, simplemente agaché la cabeza. Sabía que no era mentira del todo, al fin y al cabo mi hermana si vivía con ellos, yo no.
Ninguno de mis amigos tuvo el valor de defenderme, así que me vi acorralada y sola.
Yo era una chica bastante normal, o al menos en ese momento aún lo era. Pasaba desapercibida y no se me daba muy bien hacer amigos. Siempre he sido muy introvertida y, la verdad, bastante desconfiada. Nunca me metía en líos ni había hablado con esta chica, pero, a pesar de que creía ser invisible, estaba claro que para ella no lo era.
Al día siguiente hizo lo mismo, y al otro, y al otro, con la única diferencia de que cada día eran más, y yo cada día estaba más sola.
Un día, cuando acabábamos de terminar un examen que la mayoría suspendió o aprobó con un suficiente, me acorralaron en el patio.
— ¿Cómo has podido sacar un diez? —Empezó la misma de siempre.
— Sí, seguro que le haces la pelota a la profesora. —Prosiguió otro.
Formaron un círculo a mi alrededor y me empujaban de una lado a otro.
— No vales para nada.
— ¡Fea!
— Mira lo horrible que eres.
— No te quieren ni tus padres.
— Desgraciada.
Sus voces se arremolinaron en mi cabeza, pisándose unas a otras. Seguía dando tumbos intentando salir de aquel círculo imposible, pero algún nuevo empujón me lo impedía haciéndome retroceder. Me costaba aguantar el llanto y tenía miedo. Solo tenía nueve años y el peso del sufrimiento me estaba ahogando. Me tiraron al suelo en mitad del círculo e intenté levantarme, pero con el aturdimiento no lo conseguí. Un coro de carcajadas se levantó a mi alrededor.
— ¡Miradla! No puede levantarse porque está gorda.
Sus risas retumbaron aún más fuertes. El círculo se disipó cuando vieron que la profesora se acercaba a lo lejos. Yo me quedé allí, exhausta, recordando una y otra vez esa última flecha envenenada:
Gorda. Gorda. Gorda.
Se repetía en mi cabeza como el estribillo de una canción pegadiza.
Al llegar a casa me miré al espejo. Nunca me había gustado físicamente y ya con nueve años estaba llena de complejos, pero aquello me terminó de hundir. Y con esa simple palabra fue como mi vida cambió para siempre.

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