IX
De repente, siento como una calma infinita. Como un
bienestar profundo e íntimo. Y noto cómo el sol va levantando, lentamente, la
neblina del callejón. Y yo puedo ver la calle otra vez.
Un nuevo día amanece en Madrid, Ángela. Quién diría que es
un día especial. La calle Marqués de Zafra es un bulle bulle de gente que va y
viene al metro de Manuel Becerra. Oigo el vozarrón del camarero de El
Brillante: “Pasen al fondo señores, hay porras, churros calentitos, recentitos,
hechos aquí…”
Luego, el coche del Samur encara la calle de Alcalá. A la
izquierda deja atrás el cine Universal que, ahora, es un bingo. A la derecha,
la iglesia de Covadonga celebra la primera misa del día. Y los árboles mecen
sus ramas, al ritmo de una cadenciosa música.
- Mira, Ángela, qué bonito está el otoño – no puedo por
menos que susurrarte, emocionado.
Y entonces tú me das la mano y me sonríes como solo tú sabes
hacerlo. Y miramos por los cristales del coche el día que hace hoy. Mientras,
el viento arranca a nuestro paso una cortina de hojas que mueren dulcemente en
las aceras. Y en la calzada. Que continúa, luego, por Goya. Y por los bulevares
de Génova, de Carranza, de Alberto Aguilera. Y más allá…
Y el día también avanza. Rápidamente. Y, en un suspiro, cae
la tarde. Y la noche. Como han caído también, suspirando, las hojas moribundas.
Entonces, antes de dormirte, tú me dices como siempre:
- Que tengas felices sueños, mi amor.
Pero esta vez ya no me sueltas la mano. Ni te das la vuelta
en la cama, como hacías antes. Sino que te arrebujas a mi lado.
Y yo, por fin, siento una paz dulcísima. Como nunca antes la
había sentido. Mientras cierro también los ojos, sintiéndome pleno y feliz.
Y me parece que consigo entrar, por primera vez en mi vida,
Ángela, en tus sueños.
Colaboración de: Francisco Rodríguez Tejedor.
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