Allí estaba, sentado sobre su trono y con una flecha de punta negra
clavada en lo más profundo de su corazón. Sentía como la vida se le
derramaba entre sus dedos a cada latido, a cada respiración, a cada
parpadeo, y temía que al cerrar una vez más sus ojos su sueño se
esfumase y destruyese para siempre. Un sueño por el que había luchado y,
ahora, entregado su vida y la de cientos de amigos y compañeros, un
sueño que ansiaba con su último aliento que no desapareciese y que
perdurase como mudo testigo de su propio sacrificio y el resto de sus
hermanos de armas.
Ahora que si vida llegaba a su fin,
ahora que estaba solo sobre su trono, ahora que toda la ciudad había
sido arrasada y los pocos supervivientes lloraban la pérdida de sus
seres queridos, su vida entera era recreada en su mente con gran
lentitud. Como si el capricho de los dioses le hubiese permitido vivir
una segunda vez, para repetir inexorablemente, todos los triunfos y
fracasos que había sufrido en su propia piel durante todos aquellos
años.
Recordaba su infancia en la pequeña aldea de la
costa del Mar del Fin del Mundo, y como con tan solo doce años se había
tenido que enfrentar a los bandidos que habían matado a toda su familia y
a los vecinos de la aldea por algunas escasas monedas, un puñado de
gallinas y algunas cabezas de ganado. Recordaba con total nitidez como
lo habían humillado y las risas que proferían al jugar con su vida, pero
finalmente cometieron el peor error posible, le habían permitido seguir
con vida, le habían dejado ser el único superviviente de aquella
apartada aldea.
Durante años los había perseguido y
buscado, dando caza a bestias, malhechores, asesinos y, muy de vez en
cuando, a alguno de los pocos que seguían vivos de aquella partida de
rufianes. Uno de los episodios que había vivido con más intensidad y que
ahora revivía, y le hacía aferrarse con uñas y dientes a la vida, fue
aquellos días en los que dio caza al Tahuma de Brether.
Una
bestia salida del mismísimo infierno, con cuerpo de hombre y cabeza de
toro, y unos cuernos del tamaño de dos robles. Aquella bestia tenia la
fuerza de cien hombres y la rapidez del viento, pero, para su desgracia,
la misma inteligencia que un morlaco cualquiera.
Había
sido una lucha cruenta y sanguinaria, habían destruido un bosque entero
en su camino, derribado acantilados con su fuerza y arrasado la vida de
cientos, tal vez miles, de desdichados humanos y animales que por
desgracia se habían cruzado en su camino. Hasta que finalmente, y
haciendo gala de su reducida inteligencia, el Tahuma quedo atrapado por
sus astas al embestir la pared de una montaña.
Él había
sentido la tentación de abandonarlo allí a su suerte para que
falleciese por el hambre o algo peor aún, pero finalmente se había
apiadado de la bestia y lo había ayudado a liberarse pese a saber que
aquello podría suponer su propia muerte. De aquello hacia ahora
muchísimos años, pero hasta hacia apenas unos minutos la lealtad del
morlaco había sido incuestionable. Ahora yacía a escasos metros del
trono, ensartado con decenas de espadas y flechas, y todo por intentar
salvarlo a él, y ahora su propia vida, sin importar el sacrificio de su
amigo, se consumía rápidamente…
La tos regreso y con
ella el fuerte dolor de su pecho. Se había dejado desfallecer, pero el
capricho de los dioses lo había devuelto una vez más para recordar a los
amigos que ahora lo contemplaban desde el encharcado suelo con sus
miradas vacías perdidas en el infinito. Amigos que ya no estaban… Pero
aun le quedaba uno vivo que se afanaba por limpiar la ciudad de la
escoria que se había atrevido a atacar el reino. Si, seguía vivo, lo
podía oír volar, lo oía rugir en la distancia, sin duda alguna aquel era
su leal compañero Ralok.
Había llegado a Hernestia
persiguiendo al penúltimo de los barbaros que habían arrasado con su
aldea. Un pequeño hombre sin escrúpulos que mantenía sometido a sus
designios a Reyes y Nobles de toda Hernestia. A miles de almas aterradas
por el mero hecho de ser capaz de mantener bajo sus embrujos el control
del mayor arma que conociese la humanidad, del último alma libre de la
naturaleza, por ser capaz de manejar con oscuras artes al último
descendiente vivo por cuyas venas corría la propia sangre de la madre
tierra, Ralok el ultimo dragón con vida.
Tulín, como se
llamaba realmente aquel bastardo, se había cambiado el nombre al de
Amuldrac, un nombre con poder para un gusano que había vendido su alma a
los demonios para ser capaz de controlar a aquella bestia. Un hombre
enfermo que creía cambiar su pasado, su vida y su ser, al cambiar de
nombre.
Pero para él no importaban los nombres, solo
los hechos marcaban el destino de los hombres y aquel hombre había
matado a sus padres, y por aquellos hechos ahora pagaría con su muerte y
la de todos aquellos que osasen interponerse.
Los
nobles le habían ofrecido poner bajo su mando a sus mejores hombres,
habían concertado matrimonios con sus hijas y sus mejores doncellas, le
habían regalado cofres repletos de joyas y oro, incluso más de un trono
le fue ofrecido como recompensa si lograba librarlos de su tormento.
Pero todo aquello lo había reusado, solo la sed venganza y el honor de
sus ancestros le hacían luchar contra aquella sabandija.
Había
acudido a buscarlo a las montañas negras, junto al rio Ad-Vhil, en el
norte de Hernestia. Un lugar árido y escarpado, cuna de Ralok. Piedras
como cuchillas que cortaban la carne con una facilidad asombrosa,
paredes pulidas imposibles de escalar, una pared de cientos de metros
hasta coronar la cima desde la que Amuldrac, Tulín, gobernaba con
terror, y con la ayuda del dragón, toda Hernestia.
Durante
horas había escalado en solitario por la cara Este de la montaña, dura
de escalar y a la vez la más difícil de vigilar desde la cueva en la que
moraba la curiosa pareja. Con el caer del sol había logrado alcanzar la
entrada al túnel.
Alzo sus ojos y desde la penumbra cavernosa,
dos brasas que ardían lo miraban con fijeza. No se había percatado de un
leve corte que había recibido en la pierna y por el que brotaba un
escaso hilo de color ámbar, pero aquello había sido suficiente como para
que el dragón despertase con el olor de la sangre.
La
bienvenida fue calurosa y atronadora, Ralok rugía con fiereza y desde la
profundidad de su garganta le lanzaba llamas que hacían derretirse las
piedras. Tulín espoleo al dragón y este arremetió con todas sus fuerzas.
Recordaba que a punto estuvo de caer, incluso el vértigo sentido
inundaba de nuevo sus sentidos, pero los dioses la oportunidad de
agarrarse a la punta de la cola de la bestia. Durante horas había
permanecido colgado hasta que logro alcanzar la grupa sobre la que se
mantenía el bastardo, por suerte no se había percatado de nada.
Aun
hoy en día se preguntaba cómo era que el animal nunca hubo intentado
deshacerse de él y mucho menos de porque oculto aquello al hombre que
dominaba su espíritu, la única explicación que podía darse a sí mismo,
ya que Ralok jamás hablo con nadie de aquel día, era que por más que
Amuldrac dominase el elemento del dragón, la propia esencia permanecía
libre.
El brillo de la hoja al sacarla de su funda, el
viento soplando con fuerza en su rostro. Cerró los ojos y encomendó su
filo a sus deidades una vez más, lanzo con furia su estocada y sintió
con placer como esta alcanzaba su objetivo. Abrió de nuevo los ojos
justo a tiempo para ver perderse entre las nubes el asombrado rostro del
temido Amuldrac. Incluso ahora que lo revivía por segunda vez, creía
ver que una sombra engullía a Tulín en su infinita caída.
Tras
aquello, tras recobrar Ralok su propio ser, le había jurado lealtad por
conseguir salvar su alma inmortal del yugo de tinieblas en las que
Tulín la había encerrado hasta la eternidad.
Sintió el
cálido y nauseabundo aliento de su fiel amigo directamente en su rostro.
Volvió a abrir los ojos, parecía como si Durión no quisiese llevárselo a
la otra orilla hasta que terminase de revivir toda su vida. Entre las
penumbras que se habían adueñado de su vista, vio las ascuas que ardían
en las cuencas oculares de Ralok. Si su fiel amigo había regresado junto
a él, no había otra explicación de que el sueño estaba a salvo. Le
parecía oír algo, un susurro que parecía provenir desde los confines del
mundo, era la voz del dragón, pero débil y lejana.
-Viejo
amigo, junto a ti me hallo en estos duros momentos últimos de tu vida
mortal para decirte que el reino ha sido salvado.- rugió Rolak.- No
puedo permanecer impasible mientras veo como se apaga tu vida. Aun hay
tiempo para que te salves tu también, solo tienes que permitir que mi
alma te inunde.
-No, no puedo permitir que malgastes tu
alma con migo. Seguro que la necesitaras para algo mucho más importante
en un futuro. Mi tiempo se ha consumido y los dioses me reclaman, solo
espero que esto no termine con mi viaje a la otra orilla… ¿Ralok? ¿Donde
estas Ralok?- gritaba atormentado.
La oscuridad del
mortecino sueño había acudido de nuevo para cegarlo y envolverlo en sus
recuerdos. Unos recuerdos que lo hacían retornar a cuando consiguió el
trono de este sueño, cuando hallo al último, al más joven, de los
bandidos que asaltaron su aldea.
Los inexplicables
designios de la fortuna le habían conducido a sentarse en el trono de un
pequeño reino. Aquella ultima lagartija era Rey, aquello le
dificultaría su venganza, pero si ni un dragón había logrado
interponerse en su venganza, menos aun lo aria un trono.
Se
adentro en la ciudad como peregrino y logro acercarse hasta la puerta
del castillo. Recordaba con claridad el brillante símbolo que lucían
sobre sus plateadas armaduras los soldados de guardia. Le resultaba
extraño que un bandido escogiese para su ejército como símbolo un sol
amaneciendo sobre un mar en calma y en mitad de este dos palomas volando
juntas.
Hablo largo rato con los guardias para pedir
audiencia con el Rey y, para su asombro, le permitieron pasar sin
preguntar tan siquiera el motivo de su visita ni ponerle resistencia
alguna.
Lo condujeron por los pulidos y, aunque
escasamente, decorados con exquisito gusto. Por los pasillos abundaban
los criados que se afanaban en atender al populacho, decenas de soldados
que custodiaban la paz de los numerosos salones abarrotados de gente
llana y, sobre todo, el silencio y la paz. Todo aquello lo sorprendía y
abrumaba, hubiese esperado cualquier cosa antes que aquello que estaba
viendo.
En el trono esperaba ver al joven bandido que años atrás
arrasara su pueblo, pero en su lugar se encontró con un hombre marcado
por los años, con grandes surcos y cicatrices en el rostro, un hombre de
pelo gris y porte duro, pero en cuyos ojos reinaba la bondad y la
sabiduría, y pese a sus profundas marcas su rostro era la viva imagen de
la dulzura y la generosidad.
Aquel hombre lo miro con
su profunda mirada y solo unos segundos bastaron para que por las
ventanas de sus ojos asomase la certeza del recuerdo. Se alzo del trono y
con voz que denotaba un poder espiritual como jamás antes hubiese
experimentado y una calma que se contagiaba, dijo…
-Sé
quién eres y que has venido a hacer. Soldados, que nadie se mueva pase
lo que pase. Hace años que aguardo este momento, el día en que redimiese
todos los pecados que cometí en mi juventud. Solo te pido que sea
rápido, ya que no temo al dolor.
Quería hacerlo, la sangre de sus
venas ardía y lo empujaba a acabar de una vez por todas, durante años
había soñado con el fin de su venganza, pero pese a todo no podía. Sabía
en su interior que no debía de hacer aquello por lo que había
sobrevivido tantos años.
-No has podido pese al daño
que te cause, eres noble y en tu corazón florece la gloria de los
dioses. Tu eres aquel con quien soñé. Ahora que te tengo delante se que
eres tu quien debe de continuar con el legado que los mismísimos dioses
me otorgaron en un sueño. Este trono es tuyo, el sueño es tuyo, tu aras
realidad lo que es solamente una idea de los designios de los cielos.
Contigo haremos que todas la tierras se unan bajo una misma bandera de
paz y sabiduría, respeto y unión, que todos los pueblos se unan bajo un
nuevo amanecer de gloria y bendición.- y aquel Rey, que años atrás había
sido un bandido, le entrego la corona de su reino y le juro lealtad
delante de todos los presentes.
Así es como había
terminado con la pesadilla de su venganza y había comenzado un sueño de
un nuevo amanecer para él, para el reino, para el mundo entero.
Reunió
a sus amigos, Ralok, Tahuma y a tantos otros que había conocido a lo
largo de su camino, y junto a todos ellos lucho por un sueño mejor, por
una única nación en paz, por un reino sin temores ni hambrientos, por un
mundo mejor en el que todos fuesen iguales ante los ojos de los dioses y
la justicia.
Durante años había defendido con su
propia espada al indefenso, al pobre, al oprimido… Reyes y nobles le
habían jurado pleitesía y le habían entregado sus ejércitos y tierras en
pos de un sueño, y todo ello lo habían conseguido sin derramar jamás
gota de sangre alguna de nadie que no mereciese sufrir dicha pena.
Pero
ahora, tras años de gloria y paz, se preparaban para partir. Habían
librado su última batalla y, pese a vencer, sentía que había perdido
demasiado en ella. Oscuras almas, perros del infierno, comandados por el
mismísimo dios oscuro, habían cruzado el mar del fin del mundo, las
tierras de todo el continente, hasta llegar a la capital de donde nacía
el sueño de los dioses y asestarle un golpe mortal a esta…
Se vio
sentado en el trono recordando su vida, con la flecha clavada en el
corazón que marcaba los segundos de vida que le quedaban aun. Una densa
niebla comenzó a envolverlo todo y pese a la flecha, las heridas y el
caos, se sentía en paz. El dolor había cesado, el sufrimiento, la
fatiga… La barca de Durión acababa de llegar para buscarlo. Salto a la
cubierta del bote y se acomodo para su último viaje.
Mientras la
barca surcaba las aguas oscuras de la muerte, el comenzó a sonreír lleno
de paz y se repetía una y otra vez a si mismo lleno de satisfacción y
orgullo…
“¿Asestar un golpe mortal al sueño? Pobres diablos, no
saben que el sueño sobrevivirá mucho mas allá de mi propia muerte,
mientras perdure la semilla perdurara el sueño. Mi semilla, mi querido
hijo.”