Mi abuela siempre había sido una persona tan enigmática como
mentirosa. Quizás sea por eso que la mayoría de las personas a su alrededor
ignoraban sus palabras cuando se ponía hablar, sin embargo mi caso era
diferente y desde niño le dedicaba toda mi atención a sus historias,
principalmente aquellas que estaban vinculadas a un hecho extraño y
sobrenatural. Ella, oriunda de Formosa, había sido testigo privilegiada de
cualquier cantidad de criaturas vivientes de la que se haya oído nombrar, sin
importar razas ni tamaños, desde hombres lobos hasta extraterrestres. Había un
tema en particular que despertaba mi interés, al principio por diversión y
miedo, pero cuando fui creciendo me sedujo a tal punto de obsesionarme. Eran
las brujas.
Al pasar los quince años ya no creía ciegamente en sus
aparatosos relatos, siendo la hechicería y sus practicantes los únicos que aún
me generaban emoción. Según me contaba, en diversas ocasiones se había
enfrentado mano a mano con varios de estos pintorescos personajes con pieles arrugadas
y verrugas en la nariz, habiendo escapado de la mayoría de los encuentros,
salvo uno en el cuál logró asestar un golpe mortal a la anciana criatura con
una cuchillo que le había dado por su padre por protección. Sin dudarlo había
quemado el cadáver, guardando para sí lo único que las llamas no habían podido
consumir: los pies de la bruja. Pero no era un par de pies comunes y
corrientes, con dedos y uñas como cualquier otro. No, habían perdido la forma
humana desde la muerte de la hechicera. Ahora se encontraban en una pequeña
caja de madera ocultos a la vista de la gente porque, según mi abuela, poseían
una maldad que podía ser liberada si caía en las manos equivocadas, además de
que son portadoras de una enorme desgracia para aquella persona que se atreva a
ponerle las manos encima.
—Las brujas sólo buscan el alma de los incautos—me decía.
El trabajo de papá consumía cada vez más y más las horas de
su día, por lo que cuidar a la abuela se había convertido en una tarea casi
imposible para él. En lugar de buscar una solución, esforzarse y seguir junto a
ella, decidió desligarse de la responsabilidad enviándola a un geriátrico. Allí
iríamos a visitarla una o dos veces al mes según sus palabras, las cuales no
creí en absoluto. La casa donde ella vivía quedaría abandonada por un tiempo
hasta que él y su hermano pudiesen terminar de tramitar todos los papeles para
poder venderla. Contaban con el consentimiento de la dueña, que parecía no
tener ningún problema con respecto a eso, tal como dijo el tío Oscar.
Aprovecharía entonces esas semanas para escabullirme dentro de la propiedad y
así poder buscar con tranquilidad las famosas garras de las que tantas veces me
habló la abuela.
No fue difícil trepar y saltar la oxidada reja de la
entrada, cuya pintura había abandonado su lugar hacía mucho tiempo. Tampoco me
resultó complicado recorrer el jardín buscando la copia de la llave que ella
siempre tenía escondida, oculta incluso de sus propios familiares, quienes la
descuidaron a tal punto que no podía ya confiar ellos. La encontré debajo de
una maceta habitada por una hermosa hortensia que, comparándola con las demás
plantas, evidenciaba ser la favorita de la dueña de casa por el cuidado y
dedicación que presentaba. Una vez adentro comencé a recorrer cada uno de los
cuartos, revisando cajones y el interior de todos los muebles. Si bien buscaba
una pequeña caja de madera, también hurgaba dentro de cada frasco y bolsa que
encontrara. Finalmente en la que había sido su habitación, en el segundo cajón
del ropero, encontré una caja. Y era pequeña. Sin rendijas ni bisagras, no
encontraba manera de abrirla. Parecía hecha de un sólo trozo de madera sin
uniones, cerrado herméticamente. Sin otra opción, elegí usar la brutalidad para
hacerme con el contenido del estuche, por lo que fui a la parte de atrás y tomé
un pesado martillo con el que destruí el contenedor al primer golpe. Con miedo
a haber arruinado el objeto que esperaba dentro, me agaché al piso y corrí los
trozos de la caja con desesperación, buscando. Y ahí las encontré. Se trataba
de un par de garras negras, de cinco dedos con unas largas y horripilantes uñas
que se encorvaban ligeramente. Lejos estaban de algo que haya visto alguna vez,
y sin embargo mantenían cierta similitud con las patas de un cuervo, aunque mucho
más perturbadoras. Su textura era muy áspera y se encontraban completamente
frías, casi congeladas. Las levanté y las puse a la altura de mis ojos. Un
viento fuerte sopló de golpe mientras un escalofrío recorrió mi espalda de
principio a fin, haciéndome temblar. Recordé la advertencia de mi abuela acerca
de la maldad y la desgracia que estaban atadas a semejante objeto. Comprendí
entonces mi error y en un intento de solucionarlo corrí hasta la cocina y
encendí una de las hornallas. Estaba decidido a acabar con las garras y su aura
de oscuridad que poco a poco iban me iban intimidando, generando en mi corazón
el deseo de abandonar el lugar y dejarlas allí tiradas. Las tiré sobre el fuego
y esperé atentamente esperando observar cómo se consumían, pero en lugar de eso
el fuego se volvió de color verde esmeralda y una gran llamarada emergió
llegando casi hasta el techo de la habitación, haciéndome retroceder. Sin
pensármelo dos veces salí corriendo de allí, abandonando todo con la esperanza
de que las garras se consumieran, sin importarme en absoluto si la casa se
incendiaba también. No pude salir de la cocina, ya que apenas me acerqué a la
puerta la misma se cerró frente a mi golpeando mi cara y haciéndome caer al
piso sentado. Al levantarme me clavé en la palma de la mano izquierda un
pequeño trozo de madera que me hizo sangrar al instante. Una vez de pie me
estremecí al escuchar la malvada risa de una mujer que retumbaba en todo el
lugar, tan fuerte que mis oídos dolían y era difícil soportarlo.
Al dirigir mi vista a las garras noté que seguían sobre la
cocina pero el fuego se había apagado. Corrí hacia el cajón del mueble junto a
la heladera y saqué un afilado cuchillo, con el cual pretendía destruirlas. A
paso firme avancé hacia ellas, haciendo caso omiso del corte en mi mano, del
dolor en mis oídos, de la risa que azotaba el aire, del frío repentino que
helaba los huesos. Sin importarme nada seguí hasta alcanzarlas. Sosteniendo
fuertemente el cuchillo en mi mano derecha, tomé las garras con la izquierda, bañándolas
con mi sangre. Y entonces un espeso humo surgió de ellas, inundando todo el
lugar. Las horrorosas patas se volvieron muy calientes, quemaron mis manos y
las tuve que soltar. Fue en ese momento en que escuché un crujido delante mío.
La risa bajó su intensidad, ahora la escuchaba justo frente a mi. Retrocedí
lentamente, cegado aún por el humo que empezaba a disiparse.
—Gracias por traerme de vuelta niño—dijo una sombría voz de
mujer.
Mi espalda tocó la pared y comprendí que no podía retroceder
más que eso. Pasaron unos segundos hasta que al fin pude percibir la silueta de
la persona que había hablado. Poco a poco su figura se volvió más nítida,
revelándose como una anciana encorvada. Vestida totalmente de negro, su pelo
sucio y gris combinaba con el pútrido olor que desprendía su piel, que a mis
ojos tenía un ligero resplandor verde. Creyendo que era el fin cerré los ojos
con fuerza mientras las lágrimas se escapaban sin que hiciera nada por
contenerlas. Sentí una caricia en mi mejilla, la mano que me había tocado era
fría como el hielo. Escuché un estruendo que hizo temblar las paredes y al
abrir los ojos la horrenda mujer había desaparecido.
Volví a casa corriendo, completamente consternado y
asustado. El miedo me acompañó a cada segundo durante varios días pero al ver
que nada malo sucedía, poco a poco lo fui superando. La herida de la mano me
dejó una pequeña cicatriz, siendo ésta el único recuerdo que me quedó del
suceso en la casa de la abuela. Bueno, la cicatriz y las visitas de una hermosa
pero extraña lechuza, que se para en la ventana de mi cuarto casi todas las
noches y se queda ahí, observándome en la oscuridad hasta que me quedo dormido.
Esas noches, en los sueños, vuelvo a ver a la anciana de aquél día llamándome
para que vaya con ella, ofreciéndome una copa con una bebida roja y agradable
aroma, pidiéndome que la beba para partir junto a ella en un eterno sueño.
Colaboración de Jesús Nieto Urbina