Cojo el pincel e intento retratar mi rostro, quiero darle vida, mostrar una sonrisa, borrar las lágrimas.
Llorar es lo único que me desahoga, que hace que la cuerda que rodea mi cuello afloje su nudo. Libero el sufrimiento, pero mi cara muestra un dolor que veo en el espejo. Y trazo lineas de colores me emulen la vida que ya no tengo, que ya no quiero.
Todo mi cuerpo expresa la tortura: la cabeza explota, los lloros no cesan y mi estómago desea a cada instante desterrar su contenido. Me mareo en este mundo tan cruel. El calvario agota mis fuerzas y trazo colores sin sentido.
Ni siquiera veo lo que pinto, mi mano se mueve como si yo fuera una marioneta, y mis hilos son agitados por gente sin escrúpulos. Cierran tanto los ojos que no les importa el dolor que dejan tras de sí, pero que no lo vean no significa que deje de existir. Llené tanto mi ser de maldad e indiferencia ajena, que dudé que existiera gente para hacer el bien.
Mi mano tiembla, y desde mi silla, que ya solo me permite pensar en el pasado de mis días, pido a Dios que me aleje de este sufrimiento. Las arrugas en mi piel demuestran que ya estuve el tiempo suficiente en este mundo, no quiero estar más con estos recuerdos que me atormentan. Quiero desaparecer de este mundo egoísta, tan lleno de incomprensión. Este no es mi lugar; una vez más deseo que la muerte me lleve al otro lado mientras observo mi retrato: un rostro triste y desdibujado.
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