VII
Miro ahora el reloj. Y me veo a mí mismo como si saliera por
primera vez de un callejón, un callejón donde duermen los perros abandonados
envueltos en la neblina. ¿Por qué será?
Un día nuevo empieza, es verdad. Ahora son las ocho y media.
Una hora como otra cualquiera. Solo que ya debieran haber llegado los del
Samur, después de tu llamada a las ocho menos cuarto. Aunque, quizá, haya
influido que el tráfico se pone muy pesado por
los autobuses de los colegios que circulan a estas horas de
la mañana. Y, además, estamos a primeros de mes y la gente coge mucho el coche,
porque las carteras están todavía repletas. Pero no tardarán en llegar. Si en
diez minutos no aparecen, llamaré yo de nuevo.
En la espera, te cojo de la mano, Ángela, como tantas otras
veces, miles de veces, he hecho en este mismo sitio. Lucho porque se te
mantenga caliente, entre las mías, pero la muerte avanza como un ejército de
escarcha. Y, para evadirme, te imagino navegando conmigo en un sueño infantil y
eterno, inocente y blanco, como yo creo que fue toda tu vida.
Colaboración de: Francisco Rodríguez Tejedor.
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