La noche caía
en el pueblo. Desde la ventana de su cuarto Ángel observaba la soledad de la
avenida. Bajo la luz de una farola vio a una mujer que corría sin dejar de
mirar atrás, torció en la esquina y la perdió de vista. Siguió mirando durante
un buen rato pero nadie más apareció. De pronto, creyó escuchar algo tras el
callejón, observó fijamente pero se movió tan rápido que no alcanzó a adivinar
qué era. Se tumbó en la cama con las luces apagadas contemplando el techo.
Pasaron las horas. Antes del amanecer su madre le trajo el vaso con su
medicina, la bebió de un trago y se relajó. Cuando la tomaba se sentía mucho
mejor. Lo arropó, le dio un beso, bajó la persiana y cerró su puerta con llave.
Ángel consiguió conciliar el sueño rápidamente.
Sobre las
ocho de la tarde su madre fue a despertarlo. Ángel se acurrucó entre sus brazos
y ella lo abrazó con ternura, le puso la mano en la frente y le dijo que aún
estaba enfermo. No hacía falta que ella lo dijera, él se despertaba cada tarde
sin fuerzas, se sentía tan débil que hasta un pequeño destello de luz le
cegaba. Su habitación siempre estaba con la luz apagada y la única claridad que
entraba era la de las farolas de la calle. También tenía una lámpara pequeña
que encendía cuando la noche era muy oscura. Llevaba semanas viviendo así y
parecía que ya se había adaptado, pues veía perfectamente aunque hubiese poca
luz.
Su madre jugó
un rato con él y, como cada noche, sobre las doce se fue a trabajar. Lo dejaba
encerrado en la habitación, pues tenía miedo de que con la debilidad de su
enfermedad se cayera por las escaleras. Al principio a Ángel no le gustaba,
pero pronto se acostumbró a vivir en su cuarto. Hubo muchos más cambios a raíz
de todo. Lo primero que su madre cambió fue su nombre, le dijo que era
merecedor de un nombre mejor, algo divino, y comenzó a llamarle Ángel. También
cambiaron los horarios, su madre ahora trabajaba de noche y dormía durante el
día, así que él también comenzó a dormir de día. Sobre las ocho se despertaban
y estaban juntos hasta que ella se iba a trabajar a las doce. Mientras, Ángel
se entretenía mirando por la ventana. Observaba a la gente, aunque a partir de
cierta hora todo se quedaba desierto y solo pasaba de vez en cuando algún
coche, entonces aprovechaba para tumbarse en la cama y pensar. Jugaba poco,
siempre se sentía demasiado cansado y solo le apetecía estar junto a la ventana
quieto o tumbarse en la cama. Según pasaba la noche se le hacía más larga la
espera, ansiaba la medicina que le daba su madre, pues solo en esos momentos se
sentía bien, tan bien como antes de enfermar.
Ella llegó
sobre las cinco de la mañana con el vaso en la mano. Ángel sentía el placer con
solo verlo tan cerca, lo bebió con ansia y le pidió un poco más. Le dijo que no
se podía abusar de la medicina y que con ese vaso ya se sentiría mejor. Y era
verdad, aunque en ese momento se habría tomado unos cuantos más. Cuando se
levantó de la cama se dio cuenta de que ya se encontraba bien. Su madre estaba
en casa y aún quedaban un par de horas antes de que tuviese que acostarse, así
que bajó a la planta de abajo. Disfrutaba mucho cuando ella llegaba tan
temprano porque así podía aprovechar las horas de bienestar que le daba su
medicina.
Corrió
escaleras abajo y escaleras arriba, le parecía que lo hacía tan deprisa que
casi volaba, o al menos eso pensaba él. Se acercó la hora de acostarse, su
madre le recordó que tenía que dormir. Nunca podía quedarse más tarde de la
hora que ella establecía, en eso era muy tajante. Y era mejor no llevarle la
contraria... Un día se puso más rebelde de lo habitual y la cara de su madre
casi le pareció la de un monstruo, desde aquel día se iba a la cama sin
protestar. Subieron a la habitación y como cada noche su madre le arropó, bajó
la persiana y cerró la puerta. Ángel oía desde la cama cómo ella echaba la
llave, tres vueltas. Ya se había acostumbrado a ese sonido. No obstante, la
primera vez que oyó que ella le encerraba había sentido pánico. Aunque
realmente la angustia le duraba poco, porque desde que había enfermado tenía
una gran facilidad para quedarse dormido y no se despertaba en todo el día.
Como cada
tarde su madre fue a despertarle sobre las ocho. En realidad ya estaba
despierto, pero le había prohibido levantarse hasta que ella fuera a llamarle
por si se sentía demasiado débil y se mareaba. Ángel era un chico bastante
bueno y obedecía en todo, aunque también era cierto que debía ser así si quería
que las cosas fueran bien. No quería volver a ver a ese monstruo, así que era
mejor cumplir todas sus normas. Se quedó con él hasta las doce, cuando se fue a
trabajar. Ángel se dedicó a mirar por la ventana como era habitual. Vio salir a
su madre y cruzar la calle, dobló la esquina y escapó de su visión. Al rato
volvió a aparecer por la misma esquina andando calle abajo y se metió en un
callejón, donde Ángel ya no alcanzaba a ver.
Algunas
noches era habitual verla pasar varias veces por la calle. A veces paseaba
calmada y otras subía o bajaba a toda prisa. Siempre salía de casa maquillada y
se vestía muy elegante, pero cuando volvía su aspecto era desaliñado, el pelo
enmarañado, el maquillaje corrido e incluso alguna vez sus medias estaban
rotas. A Ángel no le preocupaba demasiado porque, a pesar de su apariencia,
ella volvía cargada de energía y muy alegre.
Esa noche su
madre estaba tardando más de lo habitual. Ángel empezó a encontrarse peor, en
su mente se agolpaban ruidos como si toda una ciudad estuviera dentro de su
cabeza. Notaba latir todas las venas de su cuerpo, las manos se le estaban
poniendo blancas como el mármol. Sentía que se iba a desmayar. Intentó salir
del cuarto pero la puerta estaba cerrada con llave. Desesperado, giró el pomo
una y otra vez tirando de él con fuerza, gritó y golpeó la puerta, pero nada.
Estaba tan débil que aquel sobreesfuerzo le hizo caer al suelo. Se acurrucó.
Tiritaba, no sabía si de frío, miedo o dolor.
Cuando se
tranquilizó, se levantó y abrió la ventana, se asomó para sentir el aire
fresco. En la repisa se posó un pajarillo, Ángel lo cogió y lo miró fijamente.
Las pupilas del animal se dilataron. Ángel podía sentir latir el corazón de
aquel ser, lo escuchaba en su cabeza cada vez más fuerte. Entonces su rostro
cambió, de la dentadura de Ángel salieron unos afilados colmillos, sus ojos se
tornaron amarillos y bebió de aquel animal.
Al clavarle
los colmillos, a su mente volvió la imagen de su madre diciéndole: «Lo siento,
mi niño, pero esta es la única manera de que estemos juntos para siempre».
Recordó cómo después le besaba en el cuello, ese leve pinchazo. Bebió de aquel
pájaro hasta dejarle seco. Luego volvió a meterse en su cuarto, pues ya se
sentía bien. Había encontrado la medicina que su madre le daba todas las
noches.
Sencillamente genial, me estaba imaginando una situación completamente diferente, no podía parar de leer hasta descubrir qué se escondía detrás de esa madre y ese hijo... fantástico, intriga muy bien conseguida, ¡me ha encantado!
ResponderEliminarUn saludo y ya os sigo ;)
Muchas gracias María. Me alegra que te guste.
ResponderEliminarMuy buen relato. Me ha sorprendido muchísimo el final. Está contado de una forma fantástica, de la que es imposible dejar de leer. Un saludo!
ResponderEliminarGracias Fátima.
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