No me preguntéis como comenzó todo, solo sé que la primera vez que
sentí este ardor en mis tripas estaba escuchando entre penumbras, en un
ambiente caldeado de humo, alcohol y no sé cuantas más sustancias, las
chirriantes y absurdas palabras que mi mujer me gritaba tantas y tantas
veces. Mientras mi desafortunada esposa gritaba aquella retahíla grabada
en su subconsciente, la vi sentaba en un escondido rincón. Estaba
absorta en el fondo de su copa, que removía por reflejo con una cañita.
El humo de un cigarrillo medio apagado ascendía distorsionando la
calidez de su rostro, la belleza y tersura de su piel, la ausencia de su
mirada y aquella inexpresiva sonrisa que mantenía fija en su rostro.
Sin
decir más palabra, golpeé la mesa con rotundidad para hacer callar al
pájaro con vestido que me acompañaba y que por desgracia era mi esposa,
las copas se derramaron y una de ellas cayó al suelo haciéndose añicos.
Mi esposa se agachó para recogerlo mientras seguía discutiendo y
recriminándome. Lo siguiente que recuerdo fue la sangre de su mano
recorriéndole todo el brazo.
Un reflejo, un susurro, una
intuición… mire a aquella joven que se refugiaba de ella misma en la
soledad y frialdad de un apartado rincón mientras ahogaba su tiempo en
el alcohol de su copa, y supe que debía hacerlo. Si, aquello era lo
único que podía hacer por ella y debía hacerlo sin miramientos.
Tome
con fuerza a mi esposa por la muñeca y la arrastre hasta el coche. La
carretera volaba bajo las ruedas del cuatro por cuatro, mientras yo
mantenía el acelerador pisado a fondo y mi corazón palpitaba amenazando
con salirse de mi pecho. La sangre me golpeaba las sienes, y en la
retina de mis ojos la imagen, de aquella dulce e inocente niña, se
mantenía fija.
Ni le dirigí la palabra a mi esposa cuando, sin
apagar el motor, la deje en la acera frente a nuestra casa. Seguía
hablando con aquella irritante voz, por lo que sin dar tiempo a nada más
arranque y la puerta se cerró sola mientras ella se quedaba en la
distancia incrédula, con el resquemor de la incertidumbre y con la
palabra en la boca.
Con mayor urgencia regrese al mismo local y,
como si esperándome estuviese, allí continuaba ella, en la misma
esquina, con la misma copa y con un cigarrillo nuevo entre los labios.
Me acerque y charlamos mientras tomábamos una y otra copa. Cuando por
fin salimos del local, el aroma de su perfume me embriagaba y me hacia
congraciarme con la idea que palpitaba en mi mente.
Con el
pretexto de acercarla hasta su casa, conseguí que se montase sin
forcejear y una vez dentro, arranqué y conduje sin descanso, pese a sus
gritos y quejas, pese a sus súplicas y ruegos, ni sus lágrimas
interrumpieron mi concentración mientras conducía camino de la casa de
campo que habíamos comprado mi esposa y yo hacía ya algunos años.
Allí
la desnudé y la amé en silencio, le hice gritar sus pecados mientras
purificaba su alma con mis golpes, por sus heridas supuraba la maldad
del mismo demonio, hasta que finalmente estuvo limpia. Entonces tome su
cuerpo moribundo entre mis manos y comencé a apretar con todas mis
fuerzas aquel delgado y flácido cuello ahora casi sin vida, mientras con
sus ojos me rogaba, mejor dicho me suplicaba, que terminase con su
mísera existencia. Por más que me hubiese gritado el perdón, rogado que
la dejase marchar, en aquellos ojos, en sus últimos momentos, sé que me
daba las gracias por liberarla de sus demonios y de una vida miserable y
apagada. En su último aliento pude oír, estoy seguro, el agradecimiento
de los ángeles por enviarles el alma pura de aquella joven.
Tomé
el cuerpo sin vida y desnudo de la chica y lo cargué en la parte trasera
de mi coche. No sé cuantas horas conduje hasta que finalmente halle el
lugar idóneo para dejar la muestra de mi obra celestial. Junto a un
cruce de caminos, en una preciosa granja de trigo. Arranqué de su
pedestal aquella infame figura de paja y con la gracia divina coloque el
cuerpo.
Cuando terminé el trabajo regresé a casa. MI esposa me
esperaba en vela, estaba nerviosa e intranquila, y un miedo atroz le
recorría toda la columna. La mire y en ella hallé el consuelo de mi
ardor, la deseaba. Hacía demasiado tiempo que no la necesitaba tanto,
demasiado incluso para recordarlo, pero ella estaba allí y un fuego en
mi interior me inspiraba a poseerla. Deseaba hacerle el amor allí mismo,
besar su cuerpo desnudo, recorrer con mis yemas cada rincón escondido
en su piel.
El altísimo es quien me manda a hacer esto y en mi
esposa hallo el consuelo divino de mi obra, es por eso por lo que lo
hago y es por eso por lo que lo seguiré haciendo. Ahora, insensatos, es
vuestro turno, ahora es el momento de pedir perdón, yo soy el verdugo de
dios y he de purificaros a todos.
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